domingo, 2 de septiembre de 2007

Carta a los Reyes Magos

Queridos Reyes Magos de Oriente: Este año mis padres me dicen que sea yo quien os escriba para pediros los regalos de toda la familia, porque dice mamá que así se ahorra papel y todo eso.
Yo sólo quiero dos cosas: un traje de Superman y un balón de reglamento.
Mi hermana Silvia sigue queriendo un novio guapo y un cheque-sin-fondo (creo que dijo así), para comprarse ropa en una tienda que se llama Zara. Como tiene el armario lleno, yo le dije que pidiera otra cosa, pero ella me contestó que yo no entiendo y que vosotros ya sabéis que ella no-tiene-nada-que-ponerse. Eso dijo.
Mamá sólo quiere que Silvia ordene sus trapos (mamá siempre llama “trapos” a la ropa de Silvia), y que papá la lleve más veces a cenar y a bailar. Ya le dije yo que vosotros sólo traéis regalos de los que se envuelven con un lazo, pero ella dijo que no quería más batidoras ni más cacharros para la cocina.
Papá sólo quiere un coche grande, grande, con las ruedas muy gordas y que gaste como un mechero. Esto del mechero no lo entiendo muy bien, porque papá ya no fuma, pero supongo que vosotros como sois magos lo entendéis.
La abuela Leonor es la que no quiere nada de nada. Dice que ya es muy vieja y que a los viejos ya no les gustan los regalos. Yo creo que es por lo que pasó el año pasado con el teléfono móvil que le trajisteis en casa de tía Laura, la hermana de mamá.
Creo que a la abuela no le gustó mucho aquel regalo, porque cuando lo vio no puso las manos en la cara y dijo. ¡Oh que bonito, mil gracias! (ella siempre dice mil gracias cuando le gusta mucho algo). Puso la misma cara que pone cuando la vecina del segundo le dice que está echa una jovencita y ella le dice gracias como de mentira, porque ya está arrugada. Aquel día todos querían explicarle como funcionaba. Todos a la vez. Y ella no entendía nada. Y mamá se lo volvía a explicar cada vez más alto. Y entonces tía Laura dijo que así no lo iba a entender, que lo mejor era empezar sólo con la agenda, y que se olvidara de la lucecita azul de las llamadas perdidas y que sólo pulsara la tecla verde para llamar y la roja para colgar. Pero la abuela seguía poniendo cara de no entender. Entonces papá cogió el móvil y dijo que mi tía no hacía más que liar a la abuela con las luces, y que lo que había que hacer era arreglarlo para que la abuela sólo tocara el uno y el dos, porque eso lo había hecho él con mi otra abuela (su madre) porque ellas eran muy tarugas y no entendían palabras como activar ó desactivar. Entonces tía Laura dijo que taruga sería su madre de él y que no le consentía a papá, por muy cuñado que fuera, que a la abuela Leonor se le faltara al respeto. Entonces papá, muy enfadado, le dio el móvil a Silvia y dijo que estaba harto de tanta listilla estirada. Entonces mamá dijo que para listilla tu hermana (la de papá). Entonces la abuela, muy pálida, cogió el móvil y lo tiró por el balcón.
De todos modos, queridos Reyes, yo creo que a la abuela si le trajerais una toquilla y un collar de bolas como los que ella lleva al bingo, le iban a gustar mucho, porque esos regalos no tienen papeles de instrucciones.
Muchas gracias y un beso muy fuerte.
Firmado: Sergio.

Ocaso

No eres alguien que merezca mi pena. No eres quien yo creía. No me has defraudado tú, sino mi forma equivocada de elevarte a las alturas. Ya no te admiro. Tampoco te quiero, porque me es difícil amar a quien no es capaz de mantenerme vivo el intelecto. No eres mas que un infeliz palurdo que se creyó el ombligo del mundo cuando notó que alguien de mi categoría posaba los ojos en tu minúscula persona. No has sabido mantenerte en la cima, pobre idiota. El vértigo de tu insolencia y las trampas infantiles, te han despeñado montaña abajo, y ahora estas en la base, cubierto por el barro que se te fue pegando mientras caías.

Amnesia selectiva

A ella no podía pasarle. A ella no. Eso ocurría en el cine, en los culebrones de la tele, no a las personas de la vida real. “Tiene que venir a reconocer el cadáver de su marido”. Así, con esas mismas palabras se lo pidieron dos policías tras comunicarle la muerte de Juan. Lo habían encontrado boca abajo en la piscina de un hotel de Segovia, desnudo y solo, donde la frialdad de su amante le había dejado con el corazón roto y las ganas de vivir agotadas. Se había suicidado por el desamor de otro amor que no era el suyo. Eso decía la nota que encontraron en su cuarto del hotel. Había huido de la vida y de ella, dejándole rota el alma y aturdida la razón.

¿Cómo se reconoce el cadáver de un ser querido?, ¿acaso lo había visto antes? No, nunca había visto la cara de su marido con ese disfraz. Se reconoce lo que antes ya se ha visto, no lo que es nuevo. Qué ironía… nuevo, un cadáver nuevo… Aquella manera de razonar no era coherente. Sintió mucho antes el desconcierto que el dolor, por eso no lloró. Sentía la boca seca y no podía tragar saliva. Sentía la cabeza hueca. Sentía las manos frías.
Sentía que no sentía.
Y estaba sola. No tenían hijos y su familia vivía lejos de Madrid. Debía ser ella quien reconociera el cadáver de Juan.

La llevaron en volandas desde su casa al coche policial y de éste al tanatorio, como si fuera un ser de cartón, con los ojos secos y la mirada en el vacío. Hasta que lo vio allí, sobre un lecho de mármol, cubierto por una sábana azul. Un cuerpo con la estructura ósea de su marido, con sus manos, las mismas manos que la habían acariciado mil veces, las mismas que le habían sujetado fuertemente las caderas en las noches en que el deseo les encendía la piel. Era él, sí. Era él y en aquel momento le odió. Le odió para poder seguir viviendo. El odio rellenó su cerebro e hizo volver la humedad a su boca. Ya podía tragar saliva, ya podía gritar, ya podía maldecir su nombre.
Volvió a su casa y rasgó sus trajes, acuchilló zapatos, camisas y hasta su almohada. Luego buscó todas sus fotografías, las metió en la bañera y les prendió fuego hasta que no quedó imagen alguna de su huella en aquel hogar mancillado.

Pasó toda la noche excitada, con los ojos desorbitados de quien vive instalado en la locura. Las llamas hacían brillar su piel sudorosa y las carcajadas histéricas se iban mezclando con la tos que el humo le provocaba. Hacia las seis de la madrugada, apagado ya el fuego del alma y de la bañera, arrastró su cuerpo hasta la cama donde tanto se habían amado y durmió con el deseo de borrar de su mente el rostro de Juan. Para siempre. Olvidar sus gestos y su voz, impedirle a su imagen protagonizar su recuerdo. Estaba convencida de que sólo así cesaría el dolor.

Despertó cuatro horas mas tarde con el pecho dolorido y los ojos inflamados. Intentó recordar alguna expresión de su marido. No pudo. De Juan ya sólo podía visualizar un cuerpo sin rostro, sólo una cabeza vacía. Ni un solo gesto, ni el color de sus ojos, ni el grosor de sus labios o la forma de su nariz. Nada era capaz encontrar en su memoria. Una amnesia selectiva había eliminado definitivamente el semblante de Juan de su cerebro.

Cuando pasó una semana la imagen aterradora de aquel ser sin cara comenzó a volverse obsesiva. La perseguía como un fantasma, como si necesitara estar completo para su descanso en el mas allá. Aquella laguna en su memoria la torturaba cada día y las noches en vela amenazaban peligrosamente su cordura. Fue entonces cuando se dio cuenta de que para calmar su dolor necesitaba posarlo en algún recuerdo donde el tiempo podría hacer su labor de mitigar las penas.

Revolvió la casa entera arrepentida de haber quemado todas las fotografías. Preguntó a familiares, amigos y compañeros de trabajo y ninguno le pudo dar imagen alguna donde reconocer el rostro de Juan. La mayoría eran instantáneas tomadas hacía mucho tiempo, donde aparecía de niño o adolescente, y por tanto, irreconocible para su ceguera. Fueron pasando las noches sin que la situación mejorase. Elvira entretenía las horas con ejercicios de concentración por ver si algún detalle lograba traspasar aquel muro sin fisuras en que se había convertido su memoria.

Una mañana, después de tres meses de agonía, sonó el teléfono. Una llamada de la tintorería le recordó que una prenda de caballero colgaba de sus perchas sin que nadie la reclamase. Era una americana de Juan que se le había olvidado recoger. Cuando fue a buscarla la empleada le entregó, junto a la factura, dos pequeñas fotografías que habían encontrado en uno de los bolsillos. Estaban tomadas con una cámara de fotomatón y en ellas aparecían dos hombres en actitud cariñosa: abrazados y sonriendo en la primera y besándose apasionadamente en la segunda.
Estaba segura de no haberlos visto en su vida, pero supo cual de los dos era Juan porque el reloj que llevaba uno de ellos en su muñeca era el mismo que ella le había regalado en su último aniversario de boda. No sintió nada al verlo, salvo la sorpresa de saber que su rival no había sido otra mujer. Era la imagen de un desconocido, y por tanto sin el poder evocador que tiene mirar un rostro que ya se ha visto en movimiento, sin esa señal que es capaz de hacernos ver mucho más de lo que muestra una fotografía.
Recortó al otro hombre y mandó ampliar el resto de la imagen que colgó en su dormitorio.

Ha pasado más de un año y cada noche, al acostarse, y también al amanecer, observa la imagen de su marido para que el cuerpo sin rostro no le persiga el sueño. La paz y el sosiego han vuelto lentamente a su vida, y a lo largo de este tiempo casi ha llegado a olvidarse de que la mano que acaricia el rostro de Juan, no es la suya.

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