miércoles, 17 de diciembre de 2008

El escritor


En honor al Viajero Solitario,
su inspirador (relato Crack)
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Recortó tanto la historia, que cuando terminó le debía letras al papel.
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lunes, 8 de diciembre de 2008

No sé por qué te quiero


Ella está en la cocina preparando el almuerzo. Cebolla, ajo, vino blanco, perejil, sí, mucho perejil. Y azafrán, sí, le pondré azafrán también. Trocea verduras mientras canturrea. Hace calor a pesar de estar en diciembre. Por la ventana abierta se cuela el sonido atronador de los altavoces de un coche que lleva las ventanillas abiertas y está parado en el semáforo. Soy libre, libre, libre… ¡Por fin! Y ahora bailotea por la cocina con el cuchillo en alto, al compás de los acordes que le llegan como viento fresco. ¡Ya no te quiero! Ya no me importas, imbécil, ¡ja, ja, ja! No mereces mi cariño. No tienes clase. Ahora tengo yo el mando. Puedo acallar tu recuerdo con un gesto tan simple como darle al botón de la radio: clic, lic, clic. Y hace el gesto en el aire, una y otra vez mientras da vueltas y vueltas.

De pronto cambian los acordes y deja de bailar. Una voz suave se ha metido entre el fogón y las sartenes: “… no sé por qué te quiero…” Se le cae el cuchillo. Debería cerrar la ventana, sí, tengo que cerrarla ya. Pero no la cierra. Se le ha vuelto a colocar ese nudo en mitad del pecho. Ana Belén y Antonio Banderas cantan a dúo: “… te busco en todos y no te encuentro…” ¿Por cuál recodo se coló esa imagen?: unos ojos brillantes y chiquitos que la contemplan desde arriba, unos labios húmedos, el sabor a menta y a sal en su boca. Se apoya en la pared y cierra los ojos. El frío de los azulejos la traspasa como una lanza. Sigue la música: “… si no me hicieran falta tus besos…” Y sigue el recuerdo: la fuerza de unas manos aprisionando sus caderas, los jadeos bajo su peso. Su olor… Un tequiero, dos, tres… Y la música se aleja: “… me miento tanto que me lo creo…”
¡Maldita cebolla!, dice limpiándose las lágrimas.


Editado en el libro "Caleidoscopio" (2014)

viernes, 28 de noviembre de 2008

Los vaivenes de la fama


Silvino siempre quiso ser cantante o ser torero. No pudo ser. Lo primero por fallarle con frecuencia el grito; lo segundo tampoco, no por escasez de valentía ni arrojo con el capote, sino por falta de toros, pues era difícil hacer manolinas en aquella tierra gallega donde los únicos cuernos que pastaban eran los de las vacas. Aún así probó en un sinfín de escenarios mientras vendía seguros, aspiradoras, enciclopedias y hasta pienso compuesto para los gatos. En mitad de ese vaivén de trabajos se casó con la Palmira, naciendo sin tardanza, primero la Maripuri y ocho años mas tarde la segunda criatura, el Manolín.

Como faltaba el dinero para tanta boca hambrienta, optó por hacerse minero y olvidar la fama y la gloria porque total… como ya no tenía pelo… Se marchó a Asturias a picar carbón durante un tiempo, sin mucha alegría, eso es verdad, pero con el mismo afán que el primero.

Hasta que un día en Galicia la tía Elvira estiró la pata dejándole para el recuerdo cinco prados, dos loros y una veintena de vacas. Y así fue como Silvino cambió el casco por los cuernos, las boñigas y media docena de gallineros. Total: que se hizo ganadero. Allí anduvo trapicheando un tiempo con los huevos y los bichos. Hasta que un día reencontrose, así, como de repente, con el sueño de alcanzar la gloria, esta vez no coronando su frente, sino a través de su niña, que daba lo mismo, porque a fin de cuentas era alguien de su gente.

Maripuri veía todas los días la tele de seis a diez, tragando merienda y cena frente a los colorines fluorescentes que se colaban por el salón. Repartía aquellas horas entre los mandados del colegio y la necesidad de jugar. Y jugaba. Jugaba a ser cantante empuñando los tenedores con el brío desenfrenado de las estrellas del rock. Así la encontró un día su padre al volver de ordeñar las vacas. Tan fascinado quedó por la escena que ya no pudo cerrar la boca a causa del manantial de baba que le fue cayendo por el labio hasta la ropa.

—Voy a hacer a Maripuri cantante —le dijo Silvino una noche a Palmira después de gravar en video a la nena por delante y por detrás.
—¿Ahora?, ¿con sólo diez años? ¿Y el colegio? —gritó colocando sus manos como una reja en mitad de la boca.
—Tranquila, mujer, pondré un salón de karaoke y desde allí la daré a conocer. Vendrán empresarios buscando talentos y como Maripuri vale mucho…
Y aquella noche se acostó con las manos cruzadas bajo la nuca a contemplar en la oscuridad del techo los proyectos a realizar.
—Estas loco —masculló su mujer arropándose bajo la manta.

Ni caso hizo Silvino a Palmira. Vendió tres prados, seis vacas y hasta un mantón de Manila que le había dejado en herencia su abuela la del cuplé. Tres años canturreó la nena llenando de gorgoritos las paredes de aquel familiar escenario mientras Silvino trastabillaba concursos amañados en los que su lucero dorado jugaba a ser lo más de lo más. Hasta que una primavera le llegó a su niña el revuelo adolescente con sus muchos desvaríos. Y entonces se enamoró. Se enamoró de un quinceañero surtido de granos y larguirucho que puso a Maripuri a vagar fuera de este planeta. Dos años le duró a la nena su paseo por la inopia, los mismos que aguantó Silvino los berridos desafinados de su clientela rumbosa, aguardando, triste y paciente, por ver si la niña de sus ojos volvía a centrar los suyos en los proyectos de papá. A Dios gracias descentrolos del pipiolo a tiempo, pero el escenario y el canto aparcolos para siempre y nunca más.

La culpa de que la niña se olvidara de la escena no fue la voz ni la pena, sino aquel enjambre de moscardones que la entretenían todo el rato. Y es que el paso del tiempo no hizo más que acrecentar aquel brote de hermosura, redondeando curvas y equilibrando proporciones hasta formar el conjunto mas bello que vieran los vecinos de aquella tierra de vacas.

Fue al mirarla desfilando por la improvisada pasarela de una función del instituto, cuando a Silvino le rebrotó la idea, ya casi perdida, de colocar a Maripuri en el pináculo de la fama. Aquella tarde de abril, la joven caminaba erguida sin esfuerzo, con la naturalidad acostumbrada de las diosas. Llevaba un vestido blanco salpicado de estrellas doradas que parecían haberse desprendidas de sus cabellos de sol. Cuando llegó al final del entarimado cambió su trayectoria girando sobre la punta del pie derecho, elevó el cuello altanero y paseó su mirada azul por el público que la contemplaba. Y es que la Maripuri se sabía guapa, por eso sacaba provecho de aquel lote de sinuosidades que con tanto acierto le habían colocados sobre los huesos los genes de sus papás.

Silvino, maravillado volvió a babear sin tregua, corriéndole por la mente mil proyectos para reinstalar en la gloria a la nena.
—Es igualita que mi madre —le dijo a su mujer sin apartar la vista de la criatura— tiene su misma elegancia. Yo haré que llegue muy lejos.
—Ay, Dios, ya empezamos… —replicó Palmira llevándose la mano al pecho.

Aquel mismo día decidió que la niña sería modelo famosa. La subiría al glamour del entarimado donde Maripuri encontraría, sin duda, un conde, un duque o un banquero.

Volvió a correr la euforia por las venas de Silvino quien cambió los altavoces por muestrarios de ropa fina. En el mismo local del karaoke montó una tienda de trapos y de zapatos desde la que organizó desfiles de pasarela. Allí lució ampliamente a su nena publicando los eventos en anuncios en la prensa, en la radio y una vez hasta en la tele. Y Maripuri brilló otros dos años dentro de los ojos de su papá. Tan enfrascado estaba Silvino en el mundo del colorín que a veces hasta se olvidaba de Palmira, de las vacas y del pobre Manolín.

Pero un día ocurrió lo que tenía que ocurrir: se volvió a enamorar la nena. Esta vez el destinatario de tanto ardor no fue un conde ni un banquero, sino un infeliz ganadero, cuadrado como un armario, que la llevó en volandas del entarimado hasta el altar. Y allí se quedó Silvino muerto de pena, cargado con un monte de trapos y sin modelo que moldear.

Tan hundido le dejó la boda que tuvo que ser Palmira, quien haciendo de vendedora, sacara la familia a flote mientras Silvino vegetaba entre trago y trago de orujo y vino. Hasta que un día se le acabaron los licores de emborrachar y hubo de salir a buscarlos a la tasca de la esquina. Allí tropezose con el cajón de un billar donde un joven mozalbete, oculto bajo una gorra, encajaba carambolas con tal soltura que ni siquiera rozaba el tapete.
—¡Dios mío! —gritó Silvino asombrado cuando el chico lanzó la visera al aire tras meter la última bola— pero si este chavalín es mi hijo: ¡es Manolín!

Silvino recobró el mando animoso y volvió a meter a Palmira en casa. Esta vez transformó la tienda en una sala con diez billares. Desde allí organizó trapicheos y campeonatos, con sus bolas y sus tacos, que con gran soltura ganaba, las más de las veces, su criatura. Y así fue como Silvino volvió a ser feliz viendo a su niño tan guapo, con su palo y su pajarita, metiendo bolas a saco.

Ya han pasado tres años desde que Silvino se metió a “billalero”. Palmira de momento calla, pero hace días que lleva perdido el sueño, justo desde que Manolín ha cogido el vicio de vagar por la casa con la expresión embobada que suele pintar Cupido entre la frente y el pecho.
Es la hora de la cena y el joven, tumbada en el sofá de la sala, observa el cielo de plata que se cuela por la ventana. Está así… como ido, como con desgana. Su madre pasa a su lado con una fuente de patatas, la coloca sobre la mesa y al volver le arremanga enfurecida un sonoro coscorrón:
—Deja de mirar la luna, niño, por tu padre te lo pido, deja de mirarla que nos matas.

martes, 28 de octubre de 2008

Minucias





Estaban sentados en el banco de un parque, besándose a poquitos bajo la luz amarillenta de una farola, cuando él se empeñó en que le diera algún objeto suyo. Uno que significara mucho para ella, algo que hubiera llevado consigo siempre, muy pegado a su piel, muy íntimo. Ella le dijo que no tenía ninguno. Entonces él señaló el anillo, el que ella siempre llevaba en el anular, un sellito pequeño, infantil.
—Pero vamos a ver, hombre, ¿para qué quieres esta birria de anillo?
—Para tener algo tuyo, cariño. No me importa su valor económico, sino el sentimental.
—Dios, que bobadas dices…
—Venga, ¿qué más te da? —él cogió sus manos con mohín infantil—, yo te lo voy a cuidar bien. Te lo prometo.
—No es eso, cielo —dijo soltándose—, es que no entiendo qué placer sacas de llevar algo mío de acá para allá.
Aquel anillo se lo había regalado su padre cuando cumplió los once años. Siempre que estaba nerviosa, aburrida, preocupada o incluso con el ánimo eufórico, se agarraba a él, le daba vueltas, lo acariciaba, lo recolocaba una y otra vez para situarlo en el centro del dedo. Aquel trajín era más acusado en invierno, cuando el anillo se caía hacia los lados a causa del frío que encogía su piel.
—Es una forma de tenerte conmigo —insistió él—, de sentir que te llevo siempre pegada a mi.
—Pues la verdad, chico, me parece una niñería y una cursilada del copón —como si su anillo, pensó ella, fuera una de esas mantitas que acarrean a veces los niños para sentir que están cerca de su madre.
—Qué poco me quieres —musito entonces él mirando al suelo.
—Por dios santo —dijo ella levantándose del banco—, no me puedo creer que lo digas en serio, que midas el valor de mi cariño con semejante rasero.
—Da igual. Las cosas son lo que son —dijo él mientras revolvía con un pie la gravilla del suelo—. Yo te habría dado lo que me pidieras.
—¡Es que yo no quiero nada tuyo! —exclamó ella abriendo las manos.
Entonces él alzó la vista y la miró con los ojos muy abiertos y la mandíbula descolgada.
—Bueno…, entiéndeme —apresuró ella—, me refiero a que no necesito ningún objeto tuyo para recordarte. No tengo que cargar con un trozo de hierro para sentir que estas cerca de mí. Esa sensación es algo que se percibe en el cerebro. Cuando uno está enamorado ya tiene al ser amado en la cabeza, como una nebulosa que lo va empapando del otro.
—Ya, ya, deja, deja —continuó cabizbajo—, si lo entiendo todo.
—¡No, no lo entiendes, coño, si lo entendieras no pondrías esa cara!
—Vale, vale —dijo él levantando las manos—, no hace falta que grites. Ya sé que es una bobada, pero, precisamente porque es una bobada, es por lo que no comprendo que te niegues a darme ese trocito de “hierro”, como tu dices. Para mí sí tiene un gran valor. Para ti, que no lo tiene, debería ser más fácil desprenderte de él.
—¿Cómo que no tiene valor para mí? —ella con el ceño fruncido—. Me lo regaló mi padre, ¿entiendes? ¡Mi p-a-dr-e! —gritó.
—O sea, que entonces sí tiene valor para ti —apuntó él con su índice.
—Pero, vamos a ver, tío —ella con las manos en jarra—, ¿ahora pretendes que me ponga a elegir entre mi padre y tú?
—No me entiendes —porfió él—, veo que no me acabas de entender.
—Bueno, mira, dejemos el temita, ¿vale? —zanjó irritada—. Ahora tengo que irme ya. Es tarde.
Y se fue. Sin volver la vista.
No volvieron a verse nunca más.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Bajo el paraguas

Yo tenía quince años, comenzaba la primavera y aquel día en la calle llovía sin piedad. Hacía mucho rato que aguardaba en el portón del instituto, abrazada a mis carpetas, esperando a que el cielo se cansara de llorar. Saqué un chicle y me lo metí en la boca para calmar el hambre, o la impaciencia. Si seguía allí terminaría por perder el autobús, así que en un arranque de valentía, y con gran dolor por el descalabro que sufriría mi melena, eché una carrera hasta que me frenó un semáforo. Entonces apareció él, con su mochila colgando del hombro y un inmenso paraguas negro. Se acercó, y sin pedirme permiso me cobijó bajo su enorme ala frenando el aguacero que comenzaba a empapar mi cabeza.
—¿Puedo acompañarte hasta el autobús? —me dijo.
—Eh?… —respondí aturdida.
—Si quieres —matizó.
—Ah, pues sí, claro, claro —me repuse—. Muchas gracias.
Se llamaba Raimundo. Era delgado y alto, muy alto. Hacía tiempo que nos lanzábamos miraditas entre clase y clase y alguna que otra charla con testigos que impedían otras de más hondura.
Echamos a andar calle abajo en silencio, todo lo pegados que nos impuso el paraguas. Yo le miraba a hurtadillas: un mechón de pelo negro le caía de cuando en cuando por la frente hasta taparle los ojos, lo que le llevaba a tener siempre ocupada la mano izquierda en el trajín inútil de despejarse la cara. Otro semáforo nos volvió a parar. Se puso frente a mí, y sin decir nada, posó sus dedos en uno de mis pómulos. Me sobresalté ante el contacto y me alejé un poco.
—¡Tranquila!, que no te voy a pegar —dijo tras una risotada—. Sólo intento secarte la cara.
Aplastó con su pulgar una gota perezosa que aún colgaba en mi piel. Sentí como se me iban encendiendo las mejillas sin que pudiera hacer nada. Agaché la cabeza para que el pelo ocultara mi vergüenza hasta que se fue aplacando el rubor.
Cerca ya de la parada vimos el bus detenido. Bajó una señora de mediana edad con dos niños. Corrimos para alcanzarlo antes de que se pusiera en marcha, pero fue inútil.
—Pues vaya…, jolín, qué por poco… Menos mal que por lo menos aquí no me mojo —Señalé el techo de la marquesina.
—¿No pensarás que te voy a dejar aquí sola y desamparada? —dijo con la voz ahogada por la carrera—. Venga, vamos andando. Te acompaño hasta tu casa.
—No, hombre…, ¿cómo vas a hacer eso? —moví la mano en el aire—. Vivo muy lejos.
—Y qué importa eso, ¿no ves que tenemos tejado? —rió agitando el paraguas.
En realidad yo lo estaba deseando, así que no insistí en la negativa. Por el camino hablamos sin parar de cosas que no recuerdo, saltando de una a la otra en un confuso diálogo causado por mi tonto azoramiento. Tampoco recuerdo si caminamos deprisa o despacio, ni si fuimos por algún atajo o rodeando la ciudad entera. Lo que sí recuerdo fue el gran deseo de que no llegáramos nunca a mi destino. Pero llegamos.
—Bueno…, pues aquí esta mi casa— mostré con risita cursi mi portal.
—Aja —dijo mirando la placa del número—, pues ahora ya sé dónde tengo que venir a buscarte.
—¿A buscarme? —yo nuevamente arrebolada.
—Sí. Bueno…, si tú quieres, claro.
—Esto…, bueno…, vale —dije a la par que estiraba y soltaba sin tregua las gomitas de mi carpeta.
—No pareces muy entusiasmada —encogió su altura inclinando la cabeza para buscar mis ojos.
—Oh, sí, sí. Me gustaría mucho —asentí mientras apretujaba la carpeta para que él no oyera los saltos de mi pecho.
Y entonces sucedió: allí, al cobijo de aquel paraguas, me atrajo hacia él y recibí mi primer beso. Sentí unos labios calientes. Sentí una lengua colándose entre ellos. Sentí el ansia de la mía. ¡Dios mío!: sentí el chicle atrapado entre las dos. ¿Qué hacer con él? Primero lo lancé hacia la esquina izquierda, sobre la muela del juicio, pero su lengua inquieta descubría todos los recovecos de mi boca. Así que no tuve otro remedio que tragármelo. Cerré los ojos y me dejé llevar, dócil, entregada, esponjada por aquella maravilla, pero temiendo a un tiempo que el chicle se me pegara a las tripas.

Ignoro el tiempo que pasamos ocultos bajos aquella noche improvisada por la tela del bendito paraguas, pero cuando volvimos a la realidad, supongo que para respirar, había dejado de llover.

Nos despedimos tras quince o veinte besos más que consiguieron que por fin aflojara mi carpeta. Entré en el portal y cerré la puerta unos segundos. Luego volví a abrirla y lo vi ya de espaldas, balanceando el paraguas con la soltura torpe de quien maneja por primera vez una raqueta.

lunes, 6 de octubre de 2008

La bella durmiente




Según cuenta la leyenda, en un país muy lejano había un rey y una reina que tuvieron, tras muchos años, una niñita muy bella. La princesita, como era de tradición, tenía dos hadas madrinas: una buena y otra un poco pendón, pues las crónicas mal pensantes siempre dijeron que el hada mala y el rey eran amantes.

Llegó el día del bautizo y la reina que no era tonta, y sabía de la traición, dijo que de invitar a la güarra, nada de nada, y que la muy golfa no se zamparía ni un gambón. Este desaire le sentó tan mal a la mala que sin aviso ni nada, entró en el palacio furiosa lanzando su maldición:
—Cuando la nena cumpla los dieciséis se clavará una aguja de tejer lana y morirá, ya lo veréis. Así que de tener nietos, nada de nada —le restregó toda chula a la reina desolada.
El rey lloraba cabizbajo mientras la reina, llena de ira, le insultaba por lo bajo:
—Tuya es la culpa, mal padre, maldito, si no hubieras sido tan cabrito…
—¡Tranquilos! —gritó el hada buena— que yo trucaré el maleficio. La nena no morirá, sólo dormirá quinientos años y luego despertará con el beso de amor que un bello príncipe le dará.
—¡Ja! —dijo la malvada con su risotada de hiel— ocultaré el castillo con tanto follaje que ni el más avispado personaje dará con él.
—Eso ya lo veremos, monina— dijo la buena con voz saltarina.
—Pues claro que lo verás, so tontina.

Entonces el rey, para evitar la maldición, prohibió en todo el reino tejer la lana, ni siquiera por afición. Nadie usó durante aquellos años ningún jersey de rombos ni calcetines con pom-pom. Y así fue como las abuelas, para suplir el vicio de darle al punto pelota, inventaron el bingo, el parchís y los pasos de la jota.

Pasaron los años y la niña crecía mas bella que un sol. Pero un día, en una fiesta en el castillo apareció de repente una doncella con un precioso gorrillo que dejó a todos mirándola sólo a ella.
—Quiero uno igual —dijo la princesita un poco envidiosa— ¿dónde lo puedo comprar?
—Lo siento mucho, princesa, el gorrito no está en venta, me lo tejió mi abuelita con su lana, sus manitas y un montón de paciencia.
—Pues yo quiero una prenda como esa —porfió cabezona la princesa— llévame ante tu vieja, te lo ordeno, deseo que ella me teja otro gorrito, tal cual.

Cuando llegaron al caserón de la anciana la princesa quedó asombrada al ver como la abuela cruzaba los pinchos de donde colgaba una bufanda encarnada.
—Que diver —dijo la princesita— ¿puedo probar yo también?
La abuela que no sabía que la chica era princesa le dejó las agujas sin miedo, y la muy torpe, ¡zas!, se pinchó en el dedo. Sólo un ¡ay! pudo decir, porque luego cayó como fulminada en el suelo desmayada. Inútiles fueron los muchos cachetes que la abuela arreó a sus pálidos mofletes por ver si resucitaba.

—¡Dios mío!, quinientos años dormida —gimió la reina aterrada— moriremos sin tener nietos, y además, la muy desdichada, cuando despierte de repente sólo encontrará a un montón de extraña gente.


En medio de aquel delirio, apareció el hada buena y propuso:
—Yo…, si queréis, os duermo a todos también, y así, cuando despierte la bella, vosotros despertaréis.
—¡Buena idea! —dijeron al unísono, sin preguntar ni a la corte ni a la plebe— durmámonos todos juntos y que la siesta nos sea leve.

Pasaron quinientos años y en la otra punta del planeta, un cantante con coleta, famoso en el mundo entero, y al que todos conocían como “El Príncipe Rokero”, harto de tanta fama, quiso cambiar de aires escapándose por montes y prados en busca de …
—¿De qué? —preguntaron los de su banda crispados.
—De un "no-sé-que" —respondió el joven mirando la luna.
—¿Abandonarás los conciertos así, sin causa ninguna? —porfiaron angustiados el bajo y el batería.
—Sólo por un tiempo, colegas, hasta que se calme esta ansia mía.
—¿Y no puedes calmarla en casa?
—No, he de sosegarme a lo lejos y encontrarme con mi alma.
—Pues entonces te acompañamos —dijeron los de su banda.

Y así lo hicieron. Marcharon sin rumbo fijo, con sus motos e instrumentos hasta que una mañana lluviosa apareció entre gigantescos arbustos la cúpula de un monumento.
—Entremos a ver el castillo —dijo el galán a su panda valiente.
—¡Estas loco!, ahí debe haber hasta fantasmas vivientes.
—Pues iré sólo —dijo resuelto el rokero.
Cerró la cremallera del traje, caló el casco hasta los ojos y se lanzó ilusionado a husmear el palacio encantado. Ya dentro de la estancia, sacó insecticida y un trapo y a golpe de chiscotazos fue matando arañas y escarabajos por almenas y pasillos, donde ronquidos atronadores retumbaban como un eco por los muros del castillo. —¿Hay alguien despierto? —fue preguntando tras cada puerta que abría, pero nadie le respondía.
Anduvo por todo el palacio con el alma acongojada, hasta que de repente, tras una puerta dorada, halló a la princesa encantada. Allí dormía la bella, como un ángel de porcelana, con el cabello de oro desparramado sobre la almohada. La zarandeó por los hombros por ver si la espabilaba, pero nada. Entonces se dijo a sí mismo:
—Aprovéchate chaval, que la niña no está mal y es toda una monada.
Y preso de incontrolada pasión puso, sin más miramientos, un inflamado beso en su boca de fresón. Y…, ¡plof!, de repente, la princesa se despertó.
—¿Quién sois vos? —pestañeó coquetuela.
—¡Eh!… —se apartó atolondrado— yo…, yo…, es que pasaba por aquí y …, como dormías…
Tontearon un poquito, se morrearon a mogollón y se juraron amor eterno tras el décimo achuchón. Fue tras éste cuando se dieron cuenta, que apoyada en balcón, el hada buena muy tierna los miraba sin la menor contención. Les contó el hechizo de la malvaba y la grave situación de por qué los demás habitantes del reino seguían durmiendo sin ton ni son.
—¿Qué haremos ahora? —dijo la enamorada— yo sin el permiso de mi papá no me caso...
—No importa, hermosa mía, nos arrejuntamos y tan campantes —contestó resuelto el galán.
—¡Qué espanto! —dijo la bella ofendida— eso es pecado gordo, vida mía.
—Que no, tontina, que ahora ya no es pecado.
—¿Ah, no? —dijo ella con gesto alelado.
—Pues no, mi ángel de amor. No temas al deshonor, que eso está pasado de moda.
—Pos vale, ¡nada de boda! —dijo ella muy contenta— cuando quieras nos largamos de este zumbido infernal, los ronquidos de tanta gente me están sentando fatal.
La subió a su moto rumbosa, y ella, nada miedosa, soltó su pelo al viento como bella mariposa. Y allá se fue el mozalbete monte abajo ilusionado a mostrarle a sus colegas el lindo botín encontrado.
Ni siquiera habían pasado los lindes de aquel reinado cuando la bella gimió con un grito de dolor: ¡Detén las ruedas, mi amor, que ya no puedo con el mareo! Paró él la moto a la primera y al quitarle el casco a su amada gritó:
—¡Que horror, ¿quién es esta calavera?!
—No te asustes, amado mío, soy yo, debe ser el cambio de aires que ha empalidecido mi color.
—¡Ja-ja-ja¡, qué aires ni que vientos, lo que le pasa a la niña es que tiene años a cientos —rió el hada malvada que apareció de repente en un árbol encaramada— No te la podrás llevar de palacio, como ya ves, pues si la alejas de su influjo se te quedará echa un rebujo.

Apesadumbrado el rokero devolvió la princesa a su palacio donde la tierna doncella se volvió de nuevo joven y bella
—¿Qué podemos hacer? —preguntó el enamorado al hada madrina callada.
—No sé, chaval —contestó ella escaqueada.
—¿Por qué no usas tu poder?
—Yo hago lo que tu quieras, majete, pero mi varita ya tiene edad y temo que si le meto otro paquete nos deje el conjuro partido por la mitad. Tú verás…
—Deja, deja, no la liemos más…
—Tengo una idea brillante —dijo la princesa de repente— montaremos un concierto atronador y lo usaremos como despertador.
Así lo hicieron. Sonaron los instrumentos con toda su marcha estruendosa y al llegar a la cuarta canción, así, como si tal cosa, despertaron todos de sopetón.
—¡Que follón, qué algarabía!, ¿de quien es la mano fría que me palpa el camisón? —dijo la reina enfadada.
—Es la mía, —sonrió el rey guiñándole un ojo— estamos despiertos, regenta mía, y la nena, además, enamorada del príncipe de un reino llamado Rock.
Se abrazaron, rieron y lloraron, luego bailaron, bebieron y comieron perdices y fueron, por otros quinientos años, la mar de felices.
FIN

viernes, 3 de octubre de 2008

El raro




Yo tenía quince años y él traspasado los dieciséis. Lo veía todos los domingos delante de la iglesia, siempre en la misma esquina, esperando el momento en que el párroco de aquél templo de pueblo abriera las puertas para entrar a misa. Ignoro si era profundamente religioso o asistía para justificar la asistencia, casi obligatoria, que nos marcaban los dominicos de entonces. Siempre estaba solo, siempre mirando al suelo, con una palidez casi enfermiza cubriendo su cuerpo larguirucho y desmadejado. Me fui enamorando a lo largo de aquel invierno sin saber que era amor el cosquilleo que me invadía. Soñaba cada noche con perder los dedos entre aquel cabello negro y devolverle una vida que parecía escapársele por las ventanas de sus tristes ojos verdes. El comentario de mis amigos; “… ahí está el raro, sujetando la misma pared del domingo pasado..” Y luego reían. Y yo reía porque ellos reían, pero por dentro se me encogía el pecho. No hice nada. Nunca. Eran años adolescentes, inmaduros e influenciables, donde lo importante era estar en el grupo de iguales y ajustar nuestras acciones a las reglas implícitas que regían líderes que nadie había votado. Y así pasó el año, o quizá dos, no lo sé, porque cuando se vive tan intensamente, el tiempo tiene otra medida. Yo me fui a otra ciudad y él se quedó allí mucho tiempo. Pasaron unos cuantos años y mi vida se fue llenando con otras vidas y esos mil quehaceres con los que de adultos justificamos la existencia del día a día. Hasta que otro domingo el azar me hizo volver a pisar aquella iglesia para asistir a una boda. Pregunté por él. Ha muerto, me dijeron. Se había suicidado con una sobredosis de heroína. Murió solo. Nunca le conocieron amigos ni pareja. Ni siquiera llegué a saber si le gustaban las mujeres o los hombres. Eso ya no importa mucho ahora.
Cuando salí de la iglesia miré su esquina y por un instante le volví a ver, mirándome intensamente. Y yo le sonreí, y el me sonrió con sus enormes ojos verdes. Luego desapareció. A lo mejor era otro. O el efecto del sol del mediodía que me cegaba la cara. O fue sólo un sueño. Es mi asignatura pendiente, lo sé, y lo peor de todo es que no hay recuperación en septiembre.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Acompañada

Ruge como un avión a punto de aterrizar. Es la señal que le indica el centrifugado final. Se pone en pie y con ojos impacientes sigue los giros del tambor hasta que la lavadora finaliza el programa. Atraviesa el pasillo ladrando y corriendo como una bala.
—Ya, ya lo sé, ya sé que ha parado —ella, en la cocina, termina de lavar las patatas y seca las manos en el delantal—, tranquilo, ahora mismo la tendemos.
Controla cada movimiento de su ama y la precede camino al tendedero. Los fatigados pasos de ella contrastan con el trotecillo ágil del chucho que va y viene de la terraza a los pies de la mujer. Fuera, el sol hace brillar el pelo cobrizo del animal que ahora, tumbado sobre las rojas baldosas, observa atento como ella va colocando pinzas.
—Los calcetines se cuelgan por la puntera, así, ¿lo ves?, para que la pinza no estropee las gomas. Las camisas por abajo, jamás por el cuello...

Minutos mas tarde suena el timbre del horno y el can se yergue de un brinco. Entra disparado en la cocina, mira dos segundos el cristal y vuelve hacia el tendedero ladrando nuevamente.
—Vale, vale…, ya lo he oído. Ahora voy, no seas pesado.

Publicado en el libro "Ex libris" (abril 2015)

domingo, 28 de septiembre de 2008

Calles sin calle

Fui delincuente porque crecí en un mundo sin calles. Las viviendas se desperdigaban a los pies de la ladera sin sol de una montaña silenciosa. Mi casa tenía enfrente un camino de tierra y piedras marrones, agrietado en verano y fangoso en invierno. Callejeábamos sin tener calle, cubriendo nuestra inocencia con los churretes que la suciedad y el sudor iban tornando en incipiente criminalidad. A los diez años, todas mis posesiones cabían en mis bolsillos: en el derecho, tres canicas de acero, cuatro de cristal y cinco de barro cocido; en el izquierdo una peonza y tres chapas plateadas; y en el de atrás, el tesoro mas preciado: mi tirachinas. Me lo construyó mi hermano Luis cuando cumplí los siete años. El mango, brillante, suave, barnizado por el uso de hacer diana en mil ramas, latas abolladas y guerras pandilleras. La munición, siempre a mano, inagotable, alfombrando agresiva todo el campo de batalla. Fue en una de aquellas contiendas donde mi ensayada puntería destripó el ojo izquierdo del “Chato”.
Durante los siguientes cinco años volví a vivir entre las calles sin calle de tres correccionales sin piedras, donde aprendí que por los suelos llanos era mejor caminar arrastrando los dos pies.

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