martes, 28 de abril de 2009

Infidelidades


Son las doce de la noche y ella, con las manos en jarra, grita:
—¿Qué pasa, eh?, ¿vas a quedarte otro día más sin salir de casa? Me tienes muy harta, ¿lo sabes? La semana pasada te dejé ahí, y ahí sigues, tirado en el sofá, dándole al mando a distancia como un subnormal. Luego te quejarás de que te pongo los cuernos con otros… Pero tú tienes la culpa. ¿Qué te crees, eh, que porque esté enamorada de ti voy a permitir que se me seque el cerebro? Pues estás muy equivocado. Puede que haya gente que pierda la cabeza o no sepa quién es, pero yo la tengo bien puesta sobre los hombros. ¡Así que muévete, haz algo! ¡Vive, coño!
Su marido, que ha escuchado el alboroto desde el dormitorio, entra en el estudio y la observa un rato. Ella, ahora callada, se muerde las uñas frente a la pantalla. Él se le acerca, le coge las manos y con dulzura le dice:
—Mira, cielo, no me importó comer el jueves los macarrones azucarados. Tampoco me enfadé ayer cuando extraviaste nuestro coche y nos pasamos dos horas buscándolo por las calles del centro. Incluso hago oídos sordos cuando le nombras mientras hacemos el amor. Pero que te olvides a nuestro hijo en el portón del colegio… ¡Por ahí, no paso! Si no terminas pronto con esa novela, creo que nuestro matrimonio se va a ir al garete.
—Lo siento, cariño —ella cabizbaja—, tienes toda la razón.
Le besa, apaga el ordenador y se van a la cama.
Dos horas más tarde ella regresa de puntillas. Enciende el equipo, abre el documento y sin levantar la voz le dice a la pantalla:
—Y que sepas, imbécil, que puedo encontrar otro protagonista con sólo chasquear mis dedos. ¿Entendido?

jueves, 23 de abril de 2009

Encuentro

Una mañana, cuando Armando Castro acababa de salir de su casa camino al trabajo, se cruzó con un hombre con una hogaza de pan bajo el brazo. Apenas diez pasos más adelante, comenzaron a caer gotas. Armando dio la vuelta en busca del paraguas y vio cómo el extraño del pan se colaba en su jardín. Intrigado, lo siguió a cierta distancia. Al llegar a la casa, el tipo sacó un llavín y abrió la puerta. Un perro color café saltó a sus hombros llenándole de lametones. Mientras cerraba, escuchó la voz alegre de una mujer. Enfurecido, se dispuso a entrar pero su llave no encajó en la cerradura. La revisó y comprobó que era la misma con la que minutos antes había cerrado al irse. Rodeó el jardín hasta llegar a la ventana de la cocina. Los vio reunidos frente a sus tazas de desayuno: su mujer, sus dos hijos y el hombre del pan que, de cuando en cuando, le daba trozos al perro. Observó perplejo cómo se iban repitiendo las escenas que media hora antes él había protagonizado. Cuando alzó la mano para golpear con furia en el cristal, el reflejo le devolvió el rostro de un hombre que no era él.

miércoles, 15 de abril de 2009

Intercambio


Avanzábamos hacia el enemigo con las espadas en alto, cuando sentí en mi cuello un frío tan quemante como el hielo. Subí las manos para calmar el ardor y mi cabeza no estaba. Me giré para buscarla y entonces me vi. Desde el suelo vi mi cuerpo aún en pié, con mis manos taponando el borboteo de sangre. Avanzó un trecho y luego se desplomó.
Al cabo de un rato, y cuando mis ojos empezaban a verlo todo en blanco y negro, sentí las manos de otro cuerpo zarandeándome sin cuidado. Sacudieron el polvo de mi pelo y me encajaron en su robusto cuello decapitado. Cargó a su espalda mi cadáver, lo llevó hasta el otro lado de la empalizada, donde estaba el enemigo, y lo depositó bajo otra cabeza sin ojos y ensangrentada.
Cuando nos alejábamos del campo de batalla me volví: los sesos de la testa muerta comenzaban a salir por entre las cuencas vacías. Sentí un miedo atroz, pero el cuerpo que me llevaba no experimentó el escalofrío.

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